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domingo, 9 de mayo de 2010
Joseph Ratzinger hace 40 años: "La Iglesia es santa"
A continuación los pasajes principales, tomados del último capítulo de "Introducción al cristianismo". Pasajes en los cuales, una vez más, no aparece nunca la fórmula "Iglesia pecadora".
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"CREO LA SANTA IGLESIA CATÓLICA"
por Joseph Ratzinger
La santidad de la Iglesia consiste en el poder por el que Dios obra la santidad en ella dentro de la pecaminosidad humana. Éste es el signo característico de la "nueva alianza": en Cristo Dios se ha unido a los hombres, se ha dejado atar por ellos. La nueva alianza ya no se funda en el mutuo cumplimiento del pacto, sino que es un don de Dios, una gracia, que permanece a pesar de la infidelidad humana. Es expresión del amor de Dios que no se deja vencer por la incapacidad del hombre, sino que siempre es bueno para él, lo asume continuamente como pecador, lo trasforma, lo santifica, lo ama.
Por razón del don que nunca puede retirarse, la Iglesia siempre es la santificada por él, la santificada en la que está presente entre los hombres la santidad del Señor. Lo que en ella está presente y lo que elige en amor cada vez más paradójico las manos sucias de los hombres como vasija de su presencia, es verdaderamente la santidad del Señor. Es santidad que en cuanto santidad de Cristo brilla en medio de los pecados de la Iglesia. Por eso la figura paradójica de la Iglesia en la que manos indignas nos presentan a menudo lo divino. […] La emocionante yuxtaposición de la fidelidad de Dios y de la infidelidad del hombre expresada en la estructura de la Iglesia, es también la dramática figura del la gracia. […] Podría decirse que la Iglesia en su paradójica estructura de santidad y pecado es la figura de la gracia en este mundo.
Sigamos adelante. El sueño humano del mundo sanado e incontaminado por el mal presenta la Iglesia como algo que no se mezcla con el pecado. […]
En la crítica actual de la sociedad y en sus acciones se revela claramente esta característica inexorable e inherente al ideal humano. Por eso los contemporáneos de Cristo se escandalizaban sobremanera al ver que a la santidad de Cristo siempre le faltase esta nota judicial: no era fuego que destruía los indignos ni celo que arrancase la cizaña que ellos veían crecer. Por el contrario, su santidad se mostraba en el contacto con los pecadores que se acercaban a él, hasta el punto que él mismo se convirtió en "pecado", en maldición de la ley en la cruz, en plena comunidad con el destino común de los perdidos (cf. 2Cor 5,2; Gal 3,13). Él atrajo los pecadores a sí, los hizo partícipes de sus bienes y reveló así lo que era la "santidad". Nada de separación, sino purificación, nada de condenación, sino amor redentor. ¿No es acaso la Iglesia la continuación de este ingreso de Dios en la miseria humana?, ¿no es la continuación de la participación en al misma mes de Jesús con los pecadores?, ¿no es la continuación de su contacto con la necesidad de los pecadores, de modo que hasta parece sucumbir?, ¿no se revela en la pecadora santidad de la Iglesia frente a las expectaciones humanas de lo puro, la verdadera santidad de Dios, el amor que no se mantiene en la distancia aristocrática de lo puro e inaccesible, sino que se mezcla con al porquería del mundo para eliminarla? ¿Puede ser la Iglesia algo distinto de un sobrellevarse mutuamente que nace de que todos son sostenidos por Cristo? […]
Cuando la crítica en contra de la Iglesia es biliosamente amarga y comienza a convertirse en jerigonza, late allí un orgullo operante. Por desgracia a eso se junta a menudo un gran vacío espiritual en el que ya no se considera lo propio de la Iglesia, sin una institución con miras políticas; se considera su organización como lamentable y brutal, como si lo propio de la Iglesia estribase en su organización y no en el consuelo de la palabra y de los sacramentos que conserva en días buenos y aciagos. Los verdaderos creyentes no dan mucha importancia a la lucha por la reorganización de las formas cristianas. Viven de lo que la Iglesia siempre fue. Y si uno quiere conocer lo que es la Iglesia, que entre en ella. La Iglesia no existe principalmente donde está organizada, donde se reforme o se gobierna, sino en los que creen sencillamente y reciben en ella el don de la fe que para ellos es vida. [...]
Esto no quiere decir que hemos de quedarnos en el pasado y que hemos de soportarlo tal y como es. El sobrellevar puede ser también un acontecimiento altamente activo, una lucha para que la Iglesia siempre sea quien lleve y soporte. La Iglesia sólo vive en nosotros, vive de la lucha entre el pecado y la santidad, de la misma manera que esa lucha vive del don de Dios sin el que no podría existir; pero esa lucha será útil y constructora cuando esté vivificada por el espíritu que sobrelleva, por el amor real. Así llegamos al criterio que siempre debe medir esa lucha crítica por una santidad mayor, y que no contradice la resignación, sino que la exige. La medida es la construcción. La amargura que destruye se juzga a sí misma. Una puerta cerrada puede convertirse en signo que azota a quienes están dentro; pero es una ilusión creer que aislados podemos construir más y mejor que en equipo, como también es una ilusión colocar la Iglesia de los "santos" en lugar de la "Iglesia santa" que es santa porque el Señor le da graciosamente el don de la santidad.
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