Evangelio: Mc 16, 15-18 Y les dijo:
—Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados.
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En síntesis, asegura Jesús a sus discípulos, en estos pocos versículos de san Marcos que nos presenta hoy la Iglesia en la fiesta de la conversión de San Pablo, dos verdades que deben iluminar la existencia de cuantos queremos entregarnos de verdad en la difusión del Evangelio. Por una parte, dice el Señor que su mensaje de salvación es imprescindible para la bienaventuranza eterna del hombre; por otro lado, afirma el poder de la fe en Él, pues, sus fieles serán invencibles, ningún poder temporal podrá con ellos. La vida del Apóstol de las gentes es un testimonio vivo de fe en lo uno y lo otro.
No ofrece el discípulo de Cristo, con su insistente exposición de las verdades reveladas recibidas de Cristo, algo sólo de relativa importancia. Brinda siempre a quienes le escuchan la llave imprescindible y suficiente para la felicidad eterna, único sentido del esfuerzo humano. Luego, cada uno, debe practicar; ha de poner por obra lo creído: la fe, si no va acompañada de obras, está realmente muerta, asegura el apóstol Santiago. Pero es preciso primero aceptar por la fe el mensaje de salvación que nos ha traído el Hijo de Dios encarnado. Y no se trata de un reconocimiento exclusivamente teórico, como quien aceptara la verdad de una historia antigua, que para nada tiene repercusión en su vida. También creen los demonios y se estremecen, concluye el mismo apóstol Santiago, para enseñar hasta qué punto es estéril una fe en Jesucristo, que no se manifieste que las obras que Él nos enseñó.
Por otra parte, lo que transmitimos enseñando en nuestros apostolados en grupo, o en conversaciones personales –más concretas, más en confidencia–, no es en modo alguno una opinión más, ni un peculiar modo de ver la vida válido para algunos. No vamos con un planteamiento que, por interesante que resulte, no reclama compromiso por nuestra parte. Pretendemos, como primera y descarada intención, comprometer la vida de las personas. Como es natural, respetando por completo su libertad. Pero deseamos, con un apasionado querer, que nuestros parientes, amigos y conocidos rectifiquen de su vida lo que difiere del ideal cristiano. Así lo pretendemos porque es el querer de Dios para todos los hombres.
Cada uno de los que meditamos estas palabras del Señor y somos capaces de valorarlas, debemos sentirnos los primeros destinatarios de la exigencia que Jesucristo reclama de sus discípulos. Ante todo les exige: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. Y, seguidamente, concreta las consecuencias prácticas –por así decir– de ese Evangelio en quienes lo vivan, y la especial protección que sentirán quienes lo transmitan. Pero, ante todo, lo primordial es llenar el mundo con el mensaje de salvación –el único mensaje salvador para el hombre– que Jesucristo, Nuestro Dios y Señor, vino a traer al mundo.
Preguntémonos, pues, cómo encarnamos personalmente en nuestra conducta cotidiana esas enseñanzas, que posiblemente conocemos bien y hasta aconsejamos a otros. "No se da lo que no se tiene", reza la sabiduría popular. Y así sucede en la vida cristiana: Alma de apóstol: primero, tú. —Ha dicho el Señor, por San Mateo: "Muchos me dirán en el día del juicio: ¡Señor, Señor!, ¿pues no hemos profetizado en tu nombre y lanzado en tu nombre los demonios y hecho muchos milagros? Entonces yo les protestaré: jamás os he conocido por míos; apartaos de mí, operarios de la maldad".
No suceda —dice San Pablo— que habiendo predicado a los otros, yo vaya a ser reprobado.
Las palabras de san Josemaría nos pueden poner en guardia, si nos consideramos buenos y exigimos a otros que sean mejores. Es posible que debamos pedir más amor a Dios manifestado en obras, ante todo, para nosotros mismos. Será manifestación de que nos parece poco lo que nos exigimos por Aquel que, siendo Dios, dio por nosotros su vida por amor nuestro. Además, como hemos recordado, por exigente que pudiera ser nuestra vida al servicio del Evangelio, nada debemos temer. A los que crean acompañarán estos milagros... Y enumera Jesús una serie de peligros, frecuentes en la época y que no dañarían a los que vivieran de acuerdo con su fe. En nuestro tiempo son otros los peligros para los cristianos consecuentes. Pero lo decisivo sigue siendo que con Dios no hay fuerza capaz de acabar con nosotros. En el peor de los casos tendríamos que recordar: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo y después de esto no pueden hacer nada más. Os enseñaré a quién tenéis que temer: temed al que después de dar muerte tiene potestad para arrojar en el infierno.
¿Acaso no vemos el horizonte de nuestra existencia en la eternidad como esa vida gozosa con Dios que nunca termina? Vale la pena hacernos con frecuencia estas consideraciones, para no dar excesiva importancia a las contrariedades de la vida presente, de modo particular si son consecuencia de la lealtad al mensaje de Cristo: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. De este modo advertía el Señor a sus Apóstoles que tendrían dificultades, persecuciones, en concreto, por su lealtad al Evangelio. Ha venido sucediendo a lo largo de los siglos y es un hecho claramente palpable en nuestros días. Aparte, claro está, del evidente sacrificio que supone ser leales a Dios en lo ordinario de cada jornada.
La Madre de Dios, Nuestra Madre, no se quiere apartar de sus hijos, los hombres. La contemplación de su figura, siempre fiel, nos anima suavemente, aunque con fortaleza, a dar a conocer la Buena Noticia y a que sea, más y más, vida de nuestra vida.
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