jueves, 13 de enero de 2011

Día 16 II Domingo del Tiempo Ordinario


Evangelio: Jn 1, 29-34 Al día siguiente vio a Jesús venir hacia él y dijo:
—Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Éste es de quien yo dije: «Después de mí viene un hombre que ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo». Yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel.
Y Juan dio testimonio diciendo:
—He visto el Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre él. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: «Sobre el que veas que desciende el Espíritu y permanece sobre él, ése es quien bautiza en el Espíritu Santo». Y yo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.



Yo he visto y he dado testimonio. Con estas sencillas palabras, que Juan Bautista pronuncia refiriéndose a su modo de actuar, queda definida a la perfección la personalidad apostólica. Fijémonos en el ejemplo del Precursor que hoy nos brinda la Liturgia. Como nosotros, fue testigo del mensaje evangélico –ese Anuncio Nuevo–: que los hombres estamos llamados, a partir de Jesucristo, a ser hijos de Dios. No se queda Juan indiferente o pasivo ante la noticia. Comprende de inmediato la trascendencia que tiene para todos, y a todos quiere hacer partícipes de lo que supone la presencia de Cristo entre los hombres.

Es inseparable del verdadero cristiano la actitud apostólica. Si el mandamiento por excelencia es la caridad, el amor a los hermanos como manifestación más notoria de amor a Dios, parece claro que los queremos de verdad sólo en la medida en que procuramos lo mejor para ellos. Y no olvidemos que es participar de la filiación divina lo que más puede engrandecernos a los hombres. Mucho más que cualquier otro talento o riqueza que podríamos desear o imaginar. Para ser hijos suyos nos creó Dios: ser buenos hijos de Dios es el único fin que consuma nuestra vida. Ser apóstoles, pues, supone algo tan elemental como procurar que los demás, nuestros iguales, reconozcan su condición de hijos Dios y quieran ser consecuentes con su filiación divina.

Aunque se trata de una tarea fácil, que no plantea apenas problemas entre gentes sencillas, como es el caso de los niños; puede no resultar tan elemental en muchos otros casos; en particular cuando el hombre ha perdido la confianza en Dios y lo considera, más que como un Padre amoroso al que debe la vida y todo lo que es y tiene, como un obstáculo para la propia autonomía, o incluso un rival de la libertad personal. A veces, en efecto, hay quien considera a Dios como una complicación incómoda, que lamentablemente existe, y que dificulta más aún la vida de los hombres, ya de suyo difícil.

¿Cómo es Dios para los hombres? Se hace necesario asegurar nuestra fe en la Revelación que hemos recibido de Jesucristo, pues, nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo. Jesucristo, Hijo único del Padre, nos ha revelado que Dios es Amor, como dice san Juan, el apóstol amado. Pensemos, por ejemplo, en la conocida parábola del "hijo pródigo", en la que estamos representados –en aquel hombre que se marcha de la casa paterna y malgasta su herencia– los pecadores de todos los tiempos; y Dios, en aquel Padre que perdona, que espera cada día la vuelta del hijo, dispuesto a restituirle su favor apenas regrese arrepentido. No en vano se ha llamado también a ésta, la parábola del "padre misericordioso".

Sin duda, que muchos de nuestros iguales, seguros de sí mismos y, sin embargo, tristes; porque, habiendo sido creados para Dios lo desconocen y –como declaró san Agustín– no hallarán descanso sino en Él; esperan sin saberlo que les contemos la experiencia nuestra: que, más de una vez, hicimos de "hijo pródigo" y que hemos experimentado siempre el amor de Dios como la riqueza mayor que se puede pensar. En cada ocasión –cada vez que animamos a otro a "volver"– se cumplen las palabras con las que concluye Santiago su carta a una joven comunidad de fieles: si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío, salvará su alma de la muerte y cubrirá sus muchos pecados.

Si amamos a Dios de verdad nos dolerá –también por ellos– que otros le ofendan aunque no sepan que lo hacen. En todo caso, querremos que muchos más le amen para que crezca más y más su gloria en el mundo. Pidamos al Señor la luz de la fe, también con nuestra mortificación, para tantos que le buscan sin saberlo, porque intentan alcanzar la felicidad plena, pero donde no está: fuera de Dios. La ilusión por acercar almas a Dios es manifestación clara de rectitud en el propio camino: de que amamos a Dios como Jesucristo, que con su corazón de hombre nos quiere a todos felices junto a Dios. Con tal fuerza desea nuestro bien, que empeña su vida por nuestra eterna salvación, que es la única felicidad completa y definitiva para los hombres.

Juan Bautista habló de Jesucristo a los hombres de su tiempo para que la salvación de Dios, la vida plena de la Trinidad, se extendiera de modo más completo que con la ley de Moisés. En el tiempo nuestro, aunque ha sido ya anunciado y extendido en cierta medida el Evangelio, se hace necesaria una nueva evangelización, que recuerde a todos el ideal divino –no humano– que Cristo vino a recuperar para los hombres, el que quiso Dios otorgarnos desde el principio. En Jesucristo, como enseña San Pablo, nos eligió antes de la constitución del mundo para que seamos santos y sin mancha en su presencia por el amor.

La Reina de los Apóstoles, nuestra Madre del Cielo, recibió una especial luz para penetrar en el misterio de la economía salvífica en favor de los hombres, decretado por Dios desde la constitución del mundo. Nos encomendamos a Ella, para que sepamos hacer partícipes a muchos de la inmensa riqueza salvadora de Dios.

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