jueves, 1 de abril de 2010

Viernes Santo


Día 2 Viernes Santo de la Pasión del Señor

Evangelio: Jn 18, 1-19, 42 (...) Y, cargando con la cruz, salió hacia el lugar que se llama la Calavera, en hebreo Gólgota. Allí le crucificaron con otros dos, uno a cada lado de Jesús. Pilato mandó escribir el título y lo hizo poner sobre la cruz. Estaba escrito: "Jesús Nazareno, el Rey de los judíos". Muchos de los judíos leyeron este título, pues el lugar donde Jesús fue crucificado se hallaba cerca de la ciudad. Y estaba escrito en hebreo, en latín y en griego. Los príncipes de los sacerdotes de los judíos decían a Pilato:
—No escribas: "El Rey de los judíos", sino que él dijo: "Yo soy Rey de los judíos".
—Lo que he escrito, escrito está, contestó Pilato.
Los soldados, después de crucificar a Jesús, recogieron sus ropas e hicieron cuatro partes, una para cada soldado, y además la túnica. La túnica no tenía costuras, estaba toda ella tejida de arriba abajo. Se dijeron entonces entre sí:
—No la rompamos. Mejor, la echamos a suertes a ver a quién le toca –para que se cumpliera la Escritura cuando dice:
Se repartieron mis ropas
y echaron suertes sobre mi túnica.
Y los soldados así lo hicieron.
Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre:
—Mujer, aquí tienes a tu hijo.
Después le dice al discípulo:
—Aquí tienes a tu madre.
Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.
Después de esto, como Jesús sabía que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo:
—Tengo sed.
Había por allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús, cuando probó el vinagre, dijo:
—Todo está consumado.
E inclinando la cabeza, entregó el espíritu. (...)




La larga lectura de la Pasión del Señor según san Juan es ocasión inmejorable para meditar en la maldad humana y en la bondad divina. Es ocasión, al mismo tiempo, para alentar más aún nuestra gratitud, reconociendo la misericordia sin límite de Dios con el hombre. La meditación pausada de las escenas "cumbre" de nuestra Redención nos debe remitir a la vida cotidiana del hombre de este siglo y de siempre: a la vida personal de cada uno. Los pecados de los que condujeron a Cristo a la muerte, por exagerado que parezca decirlo, se parecen a los nuestros; y el amor de Dios que se entrega perdonando es también siempre actual.

No podemos detenernos ahora en todas las ofensas de traición, cobardía, orgullo, falsedad, violencia, crueldad, desprecio, etc. de la maldad humana que, porque Cristo no hizo alarde de su condición divina –según la expresión de san Pablo–, le ocasionaron la muerte. Son las mismas que tantas veces ahora nos llevan a pecar. ¿Acaso no caemos en la pereza como los discípulos que se durmieron; en la cobardía y los respetos humanos como Pedro, Príncipe de los Apóstoles; no queremos quedar bien con todos como Pilato; no nos burlamos a veces irónicamente de algunos, como los que apresaron a Jesús, en aquella parodia de juicio y más tarde soldados; acaso no nos engañamos a nosotros mismos y engañamos a otros, para disculpar nuestros errores, como se engañaban y engañaron los que mintiendo acusaron a Cristo? Y así –bien lo sabemos– podríamos continuar.

¡Qué bueno es contemplar la Pasión de Nuestro Señor para tener verdadero dolor de los pecados...! No son, sin embargo, las ofensas que Cristo recibió lo más relevante de la Pasión. Mucho más trascendente que acción humana alguna es la correspondencia divina a la ofensa de la criatura, en la que se nos muestra hasta qué punto ha querido Dios valorar al hombre: pues tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna. Dios nos quiere y, conocedor de que le perdemos al pecar y solos no podemos volver a Él –en Quien está nuestro bien completo–, se pone de nuevo al alcance de cada uno, después de reparar el pecado. Para ello se hace hombre.

Se pone a nuestro alcance, quedándose en el mundo realmente presente en los sacramentos, que son otro fruto de la Cruz. Cuando los recibe dignamente, el hombre se llena de Gracia, que es participar de la misma divinidad: del Bautismo a la Unción de los Enfermos, los siete sacramentos son cauces instituídos por Jesucristo para infundirnos eficazmente la vida divina. En la Eucaristía, memorial de la Pasión, el cristiano se alimenta del cuerpo, sangre, alma y divinidad del Señor: comemos al mismo Dios. Hasta tal punto necesita el hombre este alimento y de tal modo es el sentido y razón de ser de su vida la vida de Dios, que si no coméis de la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su Sangre, no tenéis vida en vosotros, nos dice el propio Cristo.

En este día, cuando la Iglesia contempla a Jesús muerto en la Cruz, cuando los fieles adoramos esa Cruz redentora y procuramos amarla más porque está en Ella nuestra salvación, fomentemos desde nuestro interior –sinceramente y con fuerza– afectos de agradecimiento, deseos de correspondencia; propósitos concretos de mejora para que por nosotros no quede sin sentido tanto amor, tanta riqueza generosamente derramada. Pedimos, por tanto, al Señor que nos aumente la fe: para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna, nos ha dicho. Y en este día le pedimos fe en su Cruz, y en la que a cada uno le corresponde y e incorpora a su vida, si quiere vivir dignamente en su presencia en medio de los afanes de un mundo que tantas veces ignora a Dios.

No está de moda la Cruz. Lo que cuesta, a ser posible se evita. Entusiasman en cambio los planes fáciles y agradables –llenos de amor propio–, aunque estén vacíos de fruto: de un bien verdaderamente enriquecedor. La Madre de Dios, mientras la mayoría se burlan de su Hijo o simplemente no se enteran..., permanece junto a la Cruz sufriendo, pero fiel por consolar al Hijo. Allí recibe obediente el encargo de ser nuestra Madre. No queramos aumentar su dolor.

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