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sábado, 21 de agosto de 2010
Amigos y enemigos
(En la foto: Richard J. Bernstein)
La política y su origen
He leído hace unas pocas semanas la reciente traducción castellana del libro de Richard J. Bernstein El abuso del mal, subtitulado «La corrupción de la política y la religión desde el 11/9». Se trata de un magistral ensayo centrado en el choque de mentalidades que vive la sociedad norteamericana después del pavoroso atentado terrorista de las Torres Gemelas. Por un lado, quienes con Bush a la cabeza se sienten atraídos por los absolutos morales rígidos y creen estar luchando contra el Mal con mayúscula, y de otro lado, quienes no se sienten en posesión de la certeza absoluta y enfocan la vida con una mentalidad falibilista más abierta. El filósofo de la New School of Social Research de Nueva York resulta un defensor convincente de este segundo enfoque, que considera además esencial para mantener viva la tradición religiosa judeo-cristiana.
Para Bernstein la cuestión central de nuestro tiempo no es el conflicto de civilizaciones, ni siquiera la confrontación entre el ámbito religioso y el secularismo galopante sino que, más bien, el problema capital de la sociedad americana se encuentra en la división entre quienes consideran que el pensar es un signo de debilidad y quienes sostienen que la mejor manera de organizar la convivencia es poniéndose a pensar. La moda del discurso sobre el bien y el mal —escribe— «es un abuso porque, en lugar de invitarnos a cuestionar y a pensar, se utiliza el discurso del mal para reprimir el pensamiento. Esto es muy peligroso en un mundo complejo y poco seguro».
Bernstein asigna una notable importancia para el análisis del discurso político actual a Carl Schmitt, el conocido jurista y politólogo alemán, fallecido en 1985. En particular, llama la atención sobre el criterio distintivo de la política que Schmitt acuñó en su artículo «El concepto de lo político » de 1927: «La distinción política específica a la que pueden reducirse las acciones y los motivos políticos es la que existe entre amigo y enemigo». Con aquella afirmación Schmitt venía a decir que la enemistad es un rasgo básico existencial del ser humano y que no hay política estrictamente hablando si no hay un enemigo público claramente definido. Frente al humanismo universal de la década precedente, la nueva «Guerra contra el Terror», que ha seguido al atentado del 11 de septiembre, ha creado en los Estados Unidos un fuerte sentido de identidad nacional y un objetivo político aglutinante.
Otro modo de hacer política
Sin embargo, si miramos a nuestro país, la clave del momento presente se encuentra en que el partido en el Gobierno y el principal partido de la oposición se ven mutuamente como mortales enemigos públicos. Esa enemistad radical hace imposible cualquier colaboración efectiva, que sería lo más razonable y lo que probablemente deseamos la mayor parte de los ciudadanos. La causa de la cerril hostilidad entre ambos partidos se encuentra —a mi entender— en la carencia de convicciones básicas de las dos formaciones políticas que se disputan el poder. Quienes no tienen convicciones no son capaces de poner sus ideas en confrontación democrática con las de los demás y se autodefinen simplemente por la oposición mecánica a sus rivales. No tienen ideas y, si las expresan en alguna ocasión, no tienen el menor rubor en sostener la idea exactamente opuesta a los pocos días sin advertir siquiera que se están contradiciendo. Tenemos un gravísimo problema de formación intelectual y de liderazgo efectivo de nuestros políticos y por eso no inspiran confianza alguna a sus electores. No nos fiamos de ellos, porque casi siempre desconocemos cuáles son sus convicciones y cuál va a ser su actuación efectiva.
La política norteamericana ha identificado el terrorismo internacional como el enemigo público al que combatir. Nosotros, en cambio, podemos decir que el verdadero enemigo lo tenemos dentro de nuestras instituciones políticas.
Por Jaime Nubiola
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