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sábado, 5 de junio de 2010
Solemnidad: Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
Evangelio: Lc 9, 11b-17 Y acogiéndolos les hablaba del Reino de Dios, y sanaba a los que tenían necesidad. Empezaba a declinar el día, y acercándose los doce le dijeron: Despide a la muchedumbre, para que se vayan a los pueblos y aldeas de alrededor, a buscar albergue y a proveerse de alimentos; porque aquí estamos en un lugar desierto. El les dijo: Dadles vosotros de comer. Pero ellos dijeron: No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros y compremos comida para toda esta muchedumbre. Había unos cinco mil hombres. Entonces dijo a sus discípulos: Hacedlos sentar en grupos de cincuenta. Así lo hicieron, y acomodaron a todos. Tomando los cinco panes y los dos peces, miró al cielo y los bendijo, los partió y los dio a sus discípulos, para que los distribuyeran entre la muchedumbre. Comieron y se saciaron todos. Y de lo que sobró recogieron doce cestos de trozos.
Una vez más recordamos este milagro que podemos llamar clamoroso, espectacular, que todo el mundo reconoció con asombro, y a partir del cual bastantes quisieron proclamarlo rey, según narra san Juan: Aquellos hombres, viendo el milagro que Jesús había hecho, decían: Este es verdaderamente el Profeta que viene al mundo. Jesús, conociendo que iban a venir para llevárselo y hacerlo rey, se retiró de nuevo al monte él solo.
Los hombres reconocen en Jesús a alguien excepcional. De hecho, el Señor no oculta su poder. No sólo en una ocasión, muchas veces realizó prodigios ante la gente. Eran uno de los medios que utilizó para probar su condición de Mesías. Llevar a cabo lo que ningún hombre sería capaz de hacer, probaba al menos su gran unión con Dios. Así lo entendieron las gentes sencillas que contemplaron pasmadas multiplicarse el pescado y el pan ante sus ojos. Reconocerle como autor de hechos milagrosos, equivalía a aceptar su condición mesiánica de Redentor. Los milagros eran una prueba más de que se cumplían en Él las Escrituras acerca del Mesías. De ahí la resistencia, por ejemplo, de los fariseos a reconocer los prodigios de Jesús. Éste no expulsa los demonios sino por Beezebul, el príncipe de los demonios, decían de Él.
No buscaba, en todo caso, Jesucristo en primer lugar solucionar las situaciones humanamente lamentables –como las muchas enfermedades– de la gente de su tiempo. Más bien quería que lo aceptaran como Salvador que venía con el Evangelio, la gran noticia para toda la humanidad, de que por Él y en Él estábamos destinados a vivir la Vida de Dios. Concretamente, ese alimento que sació el hambre de la multitud, que milagrosamente les había concedido, era, ante todo, un preludio del Pan de Vida eterna –su propio cuerpo y su sangre– que dentro de poco les iba a ofrecer como alimento. Un alimento en verdad para la Vida eterna, que es la única vida propia de los hijos de Dios. Un alimento, según las palabras del mismo Cristo, imprescindible para esa Vida: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros.
Jesús se expresaba con gran claridad, aún sabiendo que bastantes no querrán aceptar sus palabras. Los suyos, sin embargo, con Pedro a la cabeza, creen en Él. Tú tienes palabras de vida eterna, confiesa el Príncipe de los Apóstoles. Pero muchos, a partir de entonces, se apartaron de su compañía. Como sucede en nuestro tiempo, la bondad intachable del Maestro, su autoridad indiscutible y la infinidad de prodigios sobrehumanos y evidentes, resultan irrelevantes –no significan nada– cuando no se quiere creer. Cuando lo único que interesa es el propio criterio inamovible, las verdades más notorias se puedan recibir como un insulto que no vale la pena escuchar.
Hoy como ayer, parece incomprensible en tantos ambientes que el amor de Dios por sus hijos le lleve a darnos su misma Vida, alimentándonos de Sí. Tendríamos que purificarnos del egoísmo y la desconfianza que nos reducen a la pequeñez de nosotros mismos, que tan grande se nos antoja. Nuestro Dios se nos ha mostrado generoso hasta el extremo y de modo patente, para que pudiéramos apreciarlo con nuestros propios ojos. Pero, además, ha dispuesto que podamos alcanzar todo el tesoro de su Amor, que nos enriquece con la Vida Eterna, con la misma facilidad que el alimento más común y accesible.
Hoy, que celebramos con toda la Iglesia la Solemnidad del Cuerpo y Sangre del Señor, Pan de Vida Eterna, suplicamos a la Trinidad Beatísima nos conceda contemplar la Sagrada Forma con más reverencia cada día. Con una gratitud más viva, que quiera manifestarse en obras de correspondencia, en adoración efectiva en el templo, y también fuera de él: cuando nuestra conducta en lo corriente debe indicar que la vida de Cristo nos gobierna.
¡Te adoro con devoción, Dios escondido!, aclamamos a Jesucristo, realmente presente en las Especies Eucarísticas, repitiendo las palabras del himno. Es necesario detenerse ante el sagrario, ante la custodia, sin prisas, para manifestar a Jesús nuestro amor, nuestros deseos de cambiar, de mejorar para Él, de corresponder –de intentar corresponder– al Amor suyo. Es también el momento –esa adoración ante la Eucaristía– de la súplica esperanzada por tantas necesidades espirituales y materiales, propias y ajenas. Pidamos, ante todo, más santidad: más amor a Dios en nosotros y en todos los hombres. Rogamos así a nuestro Dios Bueno y Todopoderoso lo mejor, lo que Él mismo desea concedernos: lo que más nos enriquece, la esencia misma de la felicidad.
Nuestra Madre del Cielo es Maestra segura para sus hijos, que quieren admirar más y más el Misterio de Amor encerrado en la Eucaristía. El trato asiduo con Santa María nos conduce de suyo y del mejor modo a Jesús Sacramentado.
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