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jueves, 24 de junio de 2010
Día 27 XIII Domingo del Tiempo Ordinario
Evangelio: Lc 9, 51-62 Y cuando iba a cumplirse el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y envió por delante a unos mensajeros, que entraron en una aldea de samaritanos para prepararle hospedaje, pero no le acogieron porque llevaba la intención de ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron:
—Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?
Pero él se volvió hacia ellos y les reprendió. Y se fueron a otra aldea.
Mientras iban de camino, uno le dijo:
—Te seguiré adonde vayas.
Jesús le dijo:
—Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.
A otro le dijo:
—Sígueme.
Pero éste contestó:
—Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre.
—Deja a los muertos enterrar a sus muertos –le respondió Jesús–; tú vete a anunciar el Reino de Dios.
Y otro dijo:
—Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa.
Jesús le dijo:
—Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.
La suave y fuerte exigencia divina
Entre los diversos detalles que, para nuestra edificación, nos brinda este fragmento del evangelio de san Lucas, podemos detenernos hoy en la exigencia e intransigencia con que se expresa Nuestro Señor, cuando se trata de tomarse en serio su seguimiento. El Reino de Dios, que vino Jesús a ofrecer a los hombres, no es algo de relativa importancia, como lo que depende de nuestra iniciativa. No nos es posible que imaginemos su grandeza y su esplendor. Ninguna inteligencia puede soñar con una realidad de más categoría. Ni que decir tiene, pues, que tiene una capacidad de satisfacernos que supera por mucho nuestras más audaces expectativas.
Por otra parte, además, el Reino de Dios en cuanto destino para los hombres, es el único sentido de nuestra vida. Hemos sido creados para Dios: cada aspecto específicamente humano de nosotros mismos, sólo tiene su completa realización en íntima unión con la divinidad. Por eso, el hombre está condenado a la infelicidad mientras no orienta su existencia hacía Dios. Y nadie, posiblemente, como san Agustín lo expresó de modo más claro y sintético: nos hiciste, Señor, para ser tuyos y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti. Él mismo insiste en la misma idea, mostrando la experiencia cotidiana de insatisfacción de todo ser humano mientras no tiende decididamente hacia su único verdadero fin que es Dios: el corazón del hombre puede ocuparse con muchas cosas, pero no puede colmarse; porque quien es capaz de Dios sólo queda satisfecho con Dios.
Por tanto, la misión de Jesús y la de los que –como Él– difundieran el Evangelio, no podía ser una tarea que se emprendiera con poco empeño, o como dedicando los ratos libres. La vida de Cristo está claramente marcada por una exigencia heroica, y del mismo modo deben ser heroicos sus apóstoles. Lo advierte de modo taxativo a uno, que parecía dispuesto a acompañarle en el trabajo evangelizador: había de tener en cuenta que Él no tiene donde reclinar la cabeza. La vida que le esperaba a su lado no puede ser buscar el confort, como hacen siguiendo su instinto los animales: tan apremiante es la tarea que no queda nunca tiempo para pensar en la propia comodidad.
Por lo mismo, si Él llama, ningún sentido tiene poner condiciones. Nadie nos puede conocer como Jesús: sabe los problemas de cada uno, las dificultades y facilidades para el trabajo de nos espera en su servicio, y hasta las circunstancias concretas de todo tipo, que a cada uno le tocará sufrir al extender el Reino Dios. No espera Dios de ninguno más de lo que somos capaces de darle y, por lo demás, no conviene dejar a la imaginación que sugiera dificultades sin cuento. Por el contrario, es más objetivo pensar como san Pablo: todo lo puedo en Aquel que me conforta. El cristiano comprometido seriamente en propagar el Evangelio es, en efecto, capaz de muchísimo más de lo que imagina, porque puede afirmar, también con el Apóstol, no soy yo, sino la Gracia de Dios conmigo.
Consideremos también que el mismo Jesús, que no quiere castigar sin más a los samaritanos que no le quisieron brindar hospedaje, se muestra intransigente, sin embargo, con quien todavía añora de algún modo el pasado, habiendo decidido entregarse a la extensión de su Reino: Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios, afirma con rotundidad. Echar de menos una vida regalada, es desde luego una tentación real. Real y permanente sobre todo para cuantos, en medio del mundo y débiles como somos, no queremos ser mundanos, sino imitadores fieles de la conducta del Señor. Atrás quedan, para cualquier apóstol de nuestros días, la desocupación y el descanso por el descanso, la diversión como objetivo primordial, el esfuerzo de hoy con el fin de asegurar un mañana despreocupado, y, evidentemente, el cálculo en el servicio a los demás porque lo primero serían las propias cosas.
Como siempre, una mirada a la Madre de Dios nos ayuda a entender, mejor todavía, el tipo de exigencia –suave e intransigente a la vez– que debemos asumir para ser consecuentes con la inmensa grandeza y esplendidez del amor que Dios nos tiene. A Ella, que también es Madre nuestra, nos encomendamos tranquilos: jamás se ha oído decir que abandone a sus hijos.
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