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jueves, 4 de marzo de 2010
Domingo III de Cuaresma
Día 7 Domingo III de Cuaresma
Lc 13, 1-9 Estaban presentes en aquel momento unos que le contaban lo de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios. Y en respuesta les dijo:
—¿Pensáis que estos galileos eran más pecadores que todos los galileos, porque padecieron tales cosas? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que vivían en Jerusalén? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente.
Les decía esta parábola:
—Un hombre tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar en ella fruto y no lo encontró. Entonces le dijo al viñador: "Mira, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera sin encontrarlo; córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde?" Pero él le respondió: "Señor, déjala también este año hasta que cave a su alrededor y eche estiércol, por si produce fruto; si no, ya la cortarás".
El castigo merecido
Nos ofrece san Lucas en este tercer domingo de Cuaresma, unas palabras del Señor que nos invitan como siempre a la reflexión y a la exigencia. Se trata primero de la respuesta de Jesús ante el comentario de que varios han muerto –se deduce que injustamente– por orden de Pilato. Pero, contra lo que tal vez esperaban sus interlocutores, el Señor aprovecha la ocasión para recordar que los pecados que todos cometemos son dignos de castigo, aunque muchas veces no seamos catigados. El pecado es ofensa a Dios, de ahí la enormidad de la ofensa y la magnitud del castigo merecido.
Pidamos al Señor que nos haga sensibles para valorar mejor nuestras faltas a Él: que notemos cuándo le olvidamos, para renovar pronto el propósito de tenerle presente; que acabemos por caer en la cuenta de que tal vez no nos ha importado lo que esperaba de nosotros en ese momento y en aquel otro... Entonces podremos rectificar y llevar a cabo esa actividad que nos interesa, pero como Dios manda, como Él espera de cada uno. Que valoremos, en fin –le pedimos–, las circunstancias de nuestra vida como ocasiones –continuas, a cada paso– que Dios nos concede de amarle, viviendo como Él espera cada momento.
En todo caso, no podemos olvidar las palabras inequívocas del Señor –duras–: os lo aseguro; pero si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente. Es preciso rectificar si reconocemos que podemos honrar a Dios con más justicia, cuando en un examen sincero de conciencia, a la luz de Dios, contemplamos nuestras acciones tibias y la intención que nos mueve en cada una no siempre recta. La penitencia ha de ser el deseo espontáneo: reconociéndonos queridos por Dios, objeto de toda su bondad, es natural que queramos consolar arrepentidos a quien hemos podido amar más, a quien hemos tratado injustamente, siendo nuestro Creador y buen Padre. Fomentemos el deseo de que el arrepentimiento y la reparación lleguen donde no llegó nuestra correspondencia a los dones divinos.
"Ten compasión de mí, oh Dios, por tu misericordia –decimos al Señor con palabras del salmo–, por tu inmensa ternura borra mi iniquidad. Lávame más y más de mi delito y purifícame de mi pecado. Reconozco mi iniquidad, tengo siempre delante mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé y he hecho lo que tú no puedes ver". Y enseguida concretamos la penitencia: esas obras rectas, que nos suponen esfuerzo, que antes no quisimos hacer por Dios, y que ahora, reconocido el desamor, nos proponemos, porque le amamos y nos duele que se quede ofendido.
Pedimos perdón. Es el primer paso de la verdadera contrición, que reclama también la enmienda efectiva de la conducta torcida: pobre sería el arrepentimiento y poco sincero el deseo de ser perdonados, si no se unieran a estos sentimientos un propósito firme de rectificar, de llevar a cabo generosamente las obras que Dios espera, desechando a la vez las que le ofendieron.
La penitencia que nos pide el Señor en este pasaje evangélico puede comenzar ya en el recogimiento de una oración sincera de arrepentimiento. Esa sinceridad –que cada uno reconoce y Dios contempla– basta para que recibamos la Gracia y los propósitos de mejora sean una realidad. Debemos, por tanto, detenernos sin prisas, recogidos con nuestro Padre Dios en coloquio arrepentido, fomentando el afecto de amor que nos llevará, no sólo a no pecar más, sino a llegar más lejos en el amor con obras de lo que antes habíamos soñado.
Debe ser siempre Dios mismo el objeto de nuestra vida, cualquiera que sea la actividad que nos ocupa; por eso, el arrepentimiento no consiste ante todo en desdecirnos de una conducta anterior para llevar a cabo otra. Al arrepentirnos miramos más a Dios que a las obras o, si queremos, miramos a las obras por Dios. Hacer penitencia supone cambiar, pero cambiar amando a Dios, que nos pide abandonar la conducta de pecado. Es rectificar porque así amamos a Dios, así reconocemos su señorío y su bondad.
La paciencia, compasión y ternura de Dios con los hombres, sus hijos, la expresa Jesús en la breve parábola de la higuera en la viña. Nuestro Padre Dios no es como un funcionario expeditivo que ejecuta sin contemplaciones lo que está previsto según los casos. En rigor, ya había pasado suficiente tiempo y recibido los oportunos cuidados aquella higuera: córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde? Pero, a pesar de todo, siempre –mientras es posible, en esta vida– tendremos otra oportunidad para el arrepentimiento y la penitencia: tan grande y misericordioso es el corazón de Nuestro Dios.
Como el de Nuestra Madre, que nos mira siempre con esos sus ojos misericordiosos.
Luis de Moya
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