domingo, 14 de noviembre de 2010

¿Por qué la gente no quiere ir al Cielo?






Juan-Pedro Ortuño Morente


Es cierto que se oye hablar muy poco del Cielo en nuestras iglesias. También es cierto que es importante hablar de esas otras realidades concretas: situaciones injustas, el problema del paro, el escenario del hambre en tantos lugares, guerras fratricidas… Pero, lo esencial, lo verdaderamente importante, es saber cuál será nuestro destino definitivo, es decir, aquel en el que no nos jugamos unos cuantos años de nuestra vida, sino en el que habremos de situarnos por toda la eternidad… para siempre. Nuestro Señor lo dirá muy claramente: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?”. Esta perspectiva de la vida la sitúa Cristo en un contexto de promesa: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos”. Sin embargo, esa invitación de Jesús a ser dichosos por siempre, va precedida de toda una serie de “bienaventuranzas”, en las que se nos dice que lloraremos, sufriremos, seremos perseguidos, etc. De esta manera, en este mundo, y ante los demás, seremos constantemente signo de contradicción, tal y como lo fue Cristo. ¿Vale la pena, entonces, todo ese sufrimiento por un ofrecimiento que no puedo ver ni tocar, y del que me asaltan múltiples dudas acerca de su verdadera existencia?


Podríamos decir que el drama del ser humano se sitúa en ese punto de inflexión, en el que surge la pregunta de si merece la pena soportar toda una serie de calamidades de cara a una “supuesta” felicidad que se nos promete en el más allá o, más bien, hay que adaptarse a las realidades temporales, el día a día en el que me sitúo, buscando el mayor bienestar y beneficio. El deseo de felicidad es algo innato en el ser humano. Podemos asegurar que sólo quieren pasarlo mal aquellos que sufren algún problema psicológico, o que están sometidos a un estrés desmedido, o que sufren una depresión vertiginosa. Lo natural, lo normal, es buscar, en todo lo que hacemos y pensamos, seguridad, tranquilidad y satisfacción. Es propio de la condición humana. Lo que más nos cuesta, en esas condiciones de normalidad, es la aceptación de nuestras propias limitaciones, y todo lo que pueda influirnos en el ambiente en el que nos toca estar y vivir. Superar dificultades, por otro lado, comporta esfuerzo, cansancio, y, en muchas ocasiones, desánimo, ansiedad… y enormes frustraciones. Pensemos, por ejemplo, en una familia en la que los problemas laborales, las desavenencias en la convivencia, la educación de los hijos, la privación de comodidades, y un largo etcétera, hacen que los planes o expectativas del pasado tropiecen constantemente con un “aquí, ahora” difícil de asumir. Es entonces, cuando surge el agravio comparativo. Suponemos, porque así se nos dice, o creemos verlo en otros, que hay gente mucho más feliz que nosotros, que poseen todo tipo de comodidades, tienen cubiertos sus deseos afectivos y sonríen en todo momento. Tienen dinero, incluso alcanzan la fama, y son reconocidas sus bondades por el resto de la gente. ¿Por qué, entonces, tengo que cargar con responsabilidades que nadie me va agradecer, y que hacen que viva esclavo y dependiente de las exigencias de otros? ¿No merezco ser feliz, aquí, en este mundo?


Esta pregunta del “millón” es la que todos, absolutamente todos, nos hemos hecho en alguna ocasión. No es que vivamos en una sociedad activista (que es cierto), ni que estemos presionados por el afán de la comodidad fácil (que es verdad), sino que la urgencia y la carrera alocada por situarnos permanentemente por encima de nuestras posibilidades, hace que lo que sí es importante (descubrir el verdadero sentido de lo que soy, y para qué estoy destinado) quede relegado a un segundo lugar. No nos preocupamos del Cielo, en definitiva, porque seguimos empeñados en fabricarlo aquí, en la tierra, a costa de lo que sea. Situarnos en semejante ficción nos hace vivir en una permanente zozobra.


Entonces, ¿la gente no quiere ir al Cielo? Más bien, podríamos decir que, en la mayoría de las ocasiones, nuestra existencia transcurre como si el Cielo no existiera. Que la noche de Halloween, por ejemplo, tenga más importancia que la festividad de Todos los Santos, y además los cristianos no sepamos celebrarlo, es un síntoma de cómo hemos relegado lo que supone nuestro futuro más real y decisivo a una mascarada, que finge distraernos a base de indiferencia y superficialidad. También recuerdo aquella película, “El Cielo puede esperar”, cuyo argumento era el de pedir una prórroga para no ir al más allá y, de esta manera, solventar las deudas pendientes en este mundo. En definitiva, lo que conocemos, el lugar en el que están todas nuestras relaciones y posesiones, pretende darnos seguridad y certeza. De esta manera, nuestras condiciones actuales de humanidad, la necesidad de supervivencia en esta vida, a base de esfuerzos y sacrificios, pretende negar que estamos destinados a algo más radical y concluyente. Por ello, han existido multitud de explicaciones para intentar desmontar la “tesis” cristiana del pecado original, que es en realidad lo que produjo el olvido de cuál es nuestro verdadero destino. San Pablo, de hecho, nos habla de esa “huella del pecado”, que aún padecemos, y que oscurece nuestro entendimiento (también nuestra voluntad), haciéndonos deambular en un mar de sombras donde vamos tanteando casi a ciegas, buscando asideros “razonables”, aquello que percibimos como lo más conveniente en nuestros afanes cotidianos, aunque conlleve traicionar el más elemental sentido común.


El cristiano, sin embargo, encuentra todas las respuestas en la encarnación del Hijo de Dios, que es el mayor gesto de humillación (contrario a las expectativas de un Dios vengador y justiciero) que se ha dado en la historia de la humanidad. Él, con su autoridad y su vida, con su mansedumbre y su ternura, nos muestra la luz para recuperar el horizonte perdido. Son multitud de ocasiones en las que Cristo nos habla del Reino de los Cielos. Si nace en nuestros corazones ese Reino, es posible comenzar ya en este mundo esa vida nueva… pero, al final, además de llevar consigo al buen ladrón al Paraíso, nos dirá Jesús que él nos deja para “prepararnos una morada” definitiva: “No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el Cielo”. El Señor dirá de sí mismo que ascenderá a los cielos para estar junto al Padre, permaneciendo en ese nuevo estado con su cuerpo glorioso, tal y como le vieron y tocaron sus discípulos después de su resurrección. ¿Cuál es el problema? Pensar que el Cielo es un “lugar” donde no haremos nada, y caeremos en un permanente aburrimiento, pues se nos dice que “veremos” a Dios por toda la eternidad (y ya a alguno se le pone cara de bobo, pues no se le ocurre otro gesto para simular semejante escenario). Ni es un lugar, ni se trata de un mero ver. ¿Nunca te has preguntado por qué han existido situaciones hermosas y dichosas en tu vida que has deseado duraran siempre? Saquemos nuestras propias conclusiones.


Es evidente que nuestra fe, esa confianza en la autoridad de Cristo, es esencial para vivir con la certeza de que un día resucitaremos. San Pablo lo expresa con claridad: “Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe”. De esta manera, el apóstol de los gentiles fundamenta toda su misión en la convicción de una vida sin término que vendrá después de la resurrección. También hablará de alcanzar “la corona merecida” tras tantos años de padecimientos, persecuciones y mucha entrega personal. Y si esto lo consideramos como un mero “consuelo de tontos”, entonces nuestra vida, esa que tantos han intentado edificar con verdaderos sacrificios, arriesgándolo prácticamente todo, y dejando a Dios de lado, será el mayor “desconsuelo” y la mayor mentira que haya podido construir el ser humano. Si la “nada” es el premio a estos años de vida, extraordinariamente cortos, entonces estamos haciendo de bufones mediocres, que no tienen otra ambición, sino la de simular un drama incoherente y sin argumentos. Y no lo digo sólo por los que nos consideramos creyentes, sino por todos los que, de una manera u otra, pensaron que esta vida les daría la recompensa debida a sus méritos, presumiendo de bustos de mármol o de bronce en los parques, o agasajándoles con placas en las calles, años y siglos después de haber muerto… Si esas imágenes de insignes prohombres de la humanidad las van a disfrutar generaciones posteriores, ¡a mí qué me importa! Yo nací para encontrar la felicidad, y disfrutar de ella hasta la eternidad. Lo demás, amén de ser un juego sin sentido, es el mayor triunfo del Maligno que, curiosamente, sí cree en Dios, y que siendo apartado de Él, fue arrojado a las tinieblas por siglos sin fin. Este “señor”, al que muchos niegan su existencia, disfruta enormemente del silencio de los hombres acerca de él, pues supone el triunfo de la mentira sobre el amor, que es lo que más le deleita a su hambre de odio y venganza… Y aunque, en ocasiones, nos deslumbre el placer de un instante, creyendo que ése es el cielo en la tierra, no podemos olvidar que a Dios nunca se le podrá engañar con el mordisco de una manzana por muy aparente que resulte a los ojos. Dios nos sigue mirando al interior, ya que allí es imposible mostrar doblez o engaño, porque es el lugar donde se reconoce al que es fuente y origen, y así descubrir que estamos hechos a su imagen y semejanza, principio para vivir una intimidad de amor sin fin con la divinidad. Dios, en definitiva, “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. No hay otro árbol de la ciencia, ni otro fruto de la sabiduría… Lo demás, siguen siendo manzanas podridas. ¿No las reconoces por su sabor rancio y áspero a la inteligencia, ya que despedazan la sana razón (reemplazando la verdad por la cultura de la muerte); siendo amargas también a la voluntad, porque que te hacen perder la libertad, haciéndote esclavo de modas pasajeras y respetos humanos (el qué dirán, o cómo me considerarán), incluso perdiendo el respeto hacia ti mismo y los demás?

Todos estos argumentos pueden pertenecer a un recurso moral. Quizás. También San Agustín apeló al deseo perenne de felicidad que tiene el ser humano, y así demostrar la existencia de un más allá remunerador, siendo capaz de calmar cualquier ansiedad de bienestar sin fin. Yo, por mi parte, sí quiero ir al Cielo, porque Dios quiere que sea feliz con Él para siempre… y punto. ¿Qué es el Cielo? No tengo ni idea, pero me quedo con las palabras de San Pablo: “Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, es lo que Dios tiene preparado para los que le aman”.

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