jueves, 18 de noviembre de 2010

Día 21 XXXIV Domingo. Solemnidad: Jesucristo, Rey del Universo





Evangelio: Lc 23, 35-43 El pueblo estaba mirando, y los jefes se burlaban de él y decían:
—Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo, si él es el Cristo de Dios, el elegido.
Los soldados se burlaban también de él; se acercaban y ofreciéndole vinagre decían:
—Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
Encima de él había una inscripción: «Éste es el Rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados le injuriaba diciendo:
—¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
Pero el otro le reprendía:
—¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios? Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal.
Y decía:
—Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.
Y le respondió:
—En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.


Cristo Rey con todo derecho


El último domingo del Tiempo Ordinario celebramos la solemnidad de Cristo, Rey del Universo. Nos ofrece hoy la Iglesia un pasaje, de san Lucas en este caso, en el que aparece Jesús despreciado y materialmente humillado por los judíos, por haber manifestado su condición real. Según nos narran los Evangelios, poco antes había reconocido ser el Rey de los judíos, respondiendo a la pregunta de Pilato. Pero el Señor no se había otorgado a sí mismo la realeza y mucho menos usurpaba indebidamente un título al considerarse Rey. Ya los Magos, por una revelación cuya naturaleza desconocemos, relacionaron la estrella que vieron en Oriente con el nacimiento del Rey de los judíos. Rey de Israel lo reconoció Natanael, cuando Jesús le dijo que lo había visto antes que Felipe bajo la higuera. Y asimismo la muchedumbre, saciada por los panes y los peces multiplicados milagrosamente por Jesús, quiere proclamarlo Rey, pero en aquella ocasión se marchó al monte Él solo.

El domingo anterior a su muerte acoge, sin embargo, el Señor los clamores de la gente que lo proclaman hijo de David y Rey, y hasta reprende a los fariseos que se escandalizan: Os digo que si éstos callan gritarán las piedras, les dice. Se cumple con su paso por Jerusalén cabalgando un borrico lo que profetizó Zacarías: No temas, hija de Sión. Mira a tu rey, que llega montado en un pollino de asna. Y al viernes siguiente, sabiendo que le esperaba la muerte, no teme proclamar ante Pilato su condición real, aunque dejando claro que no es un reino terreno el suyo.

A pesar de las burlas que se escucharon al pie de la Cruz era cierta la inscripción: «Este es el Rey de los judíos» referida a Cristo. Tan seguro estaba el Señor del poder que garantizaba su realeza, que no tenía necesidad de demostrarlo a los que le retaban: Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Se hubiera comportado, de haberlo hecho, como tantos poderosos de este mundo que necesitan mostrar su fuerza para ser respetados por otros que también se consideran fuertes. Jesucristo, en cambio, siendo Dios y absolutamente poderoso; Señor y Rey de cuanto existe y de todo el poder que puede ser pensado, no siente esa necesidad: doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo. Por esto, poco antes de morir, puede decir al buen ladrón que lo reconoce como Rey: hoy estarás conmigo en el Paraíso.

También en nuestro tiempo algunos son incapaces de entender otros reinados que los de la fuerza, las riquezas, las influencias... Con esos poderes se imponen algunos materialmente. Se trata en todo caso de reinados de aquí, que para unos y para otros duran, en el mejor de los casos, mientras están en el mundo. Conviene por ello recordar, como nos enseña el salmo segundo refiriéndose a Nuestro Señor, que por el contrario Su Reino es un Reino eterno y todos los reyes le servirán y obedecerán. ¡Qué seguridad, sentirse en un Reino así!, un Reino de justicia, de amor y de paz. Porque, siendo gobernado por la misma bondad, podemos sentirnos siempre seguros y además, su Reino no tendrá fin, como decimos al recitar el Credo.

El cristiano, consciente de seguir a Cristo, existiendo bajo Cristo, vive orgullosamente seguro. Aclama desde el fondo de su corazón, como en un permanente domingo de Ramos: Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel... ¡Hosanna al Hijo de David!... ¡Hosanna en las alturas! Y así van pasando para él sus días, ocupado ordinariamente en actividades semejantes a las de cualquiera –se diría que su vida no tiene nada de especial–, pero convencido, sin embargo, de ser, en cierto sentido, extraordinario: más próximo a Dios por voluntad del Creador que al resto de la Creación, al sentirse capaz de difundir a los otros hombres el talento incomparable de reconocerse hijo de Dios y destinado a ser uno con Él eternamente.

La gran solemnidad que hoy celebramos nos inunda, por tanto, de una alegría contagiosa. No nos conformamos con exultar interiormente, ni tampoco sólo con "los nuestros", al reconocernos junto a otros cristianos hijos aunque siervos de tan gran Rey. La misma Gracia que nos hace ser de la familia de Dios, ha puesto, por así decir, en cada uno, la necesidad imperiosa de comunicar a la humanidad entera esta gran verdad de nuestra gozosa condición: un tesoro demasiado grande para dejarlo encerrado sólo en cada uno; y parece, más bien, que su valor se acrecienta en nosotros cuanto más se comparte.

Es lo que debía sentir la Madre de Dios, que no puede contenerse y exulta: mi alma alaba al Señor y se llena de gozo mi espíritu en Dios mi Salvador.

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