viernes, 16 de julio de 2010

Día 18 XVI Domingo del Tiempo Ordinario


Evangelio: Lc 10, 38-42 Cuando iban de camino entró en cierta aldea, y una mujer que se llamaba Marta le recibió en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Pero Marta andaba afanada con numerosos quehaceres y poniéndose delante dijo:
—Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude.
Pero el Señor le respondió:
—Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada.



Trabajar por amor a Dios


Se ha hecho famoso este momento de la vida de Nuestro Señor en el que, como en otros, se pone de manifiesto también la agudeza humana de Jesucristo. No entramos en esta ocasión en especiales detalles acerca de la confianza grande que tenía Jesús en aquella casa: la de los tres hermanos, Marta, María y Lázaro. San Juan, el evangelista, relata más en profundidad pormenores concretos de la relación de amistad de Jesús con aquella familia, con quienes el Señor se sentía a gusto, mientras los tres hermanos correspondían con total confianza al trato de privilegio que les dispensaba. Betania, la pequeña aldea junto a Jerusalén de Marta y sus hermanos, ha pasado a la historia del pensamiento cristiano como prototipo de lugar acogedor para Jesús, por cuanto allí, en aquella casa, había una relación ideal, humana y sobrenatural, entre Dios y los hombres.

Aquel día, con la misma franqueza que en otras ocasiones, Marta, posiblemente la mayor de las hermanas, se dirige al Señor con la queja de que su hermana María la deja sola con las tareas de la casa. Ni mucho menos sería una murmuración, pues el relato de san Lucas da a entender que la propia María estaba presente, escuchando también la protesta de su hermana. Marta no entiende que Jesús pueda consentir lo que ella considera pasividad en su hermana María: desentenderse de los quehaceres domésticos por escuchar a Jesús.

Vale la pena que meditemos, aunque sea muy brevemente, la escena narrada con sobriedad por san Lucas, antes de reflexionar en la respuesta de Jesús, que pudo, en un primer instante, sorprender a Marta. Ambas mujeres son un ejemplo para todo cristiano. De hecho, las dos son veneradas como santas desde los primeros siglos del cristianismo. Para María, nada, ni lo que pueda parecer más necesario, es equiparable a la presencia del Señor en casa. Todo se debe posponer –ya se hará en otro momento, pensaría– cuando se puede atender a las palabras del Hijo de Dios encarnado. No se trata tanto de lo que pueda decir, por su interés según las circunstancias, cuanto de que son palabras del mismo Dios: siendo Jesús quien nos habla, es en cualquier circunstancia decisivo. Sería absurdo pensar que Dios pueda decirnos algo sólo hasta cierto punto interesante. Así lo entiende María que, sin entrar en especiales valoraciones acerca de lo que será más oportuno en ese momento, no se plantea otra posibilidad salvo estar pendiente de Jesús y de sus palabras.

Marta, por otra parte, nos enseña asimismo algo también decisivo para nuestras relación con Dios. Marta es franca consigo misma, enjuicia la situación, esas circunstancias concretas de aquel día que posiblemente reclamara más trabajo, y traslada sin más su problema a Jesús. Marta que es "trasparente" con el Señor: dice lo que piensa, no intenta guardar las apariencias ocultando su mal humor en lo que le parece injusto. Como quiere que se hagan las cosas bien, expone el asunto que le preocupa –por trivial que parezca– a quien, sin duda, juzgará a la perfección. Ella quiere que se hagan las cosas del mejor modo según el criterio divino.

Del comportamiento de ambas hermanas podemos aprender mucho, para llevar a cabo nuestros quehaceres de acuerdo con la dignidad que nos corresponde, de hijos de Dios. En todo momento nada es más decisivo y enriquecedor para cada hombre que esa mirada permanente de amor que Dios nos dedica: nos contempla Dios como a hijos muy queridos. Es una mirada cariñosa, acompañada de unas palabras –escuchadas en el silencio de nuestra contemplación sobrenatural– que nos recuerdan la nobleza, por don divino, de nuestra condición y que Dios nos aguarda a cada paso de la vida: "también ahora –con eso que tienes entre manos– me puedes amar", viene a decirnos de continuo; "eso que te ocupa, por intrascendente que parezca, te puede servir para ganar el Cielo", nos insiste.

Posiblemente, como María, tendremos que dedicar algunos momentos a no hacer otra cosa que contemplar y escuchar al Señor. Son los ratos de meditación, únicamente ocupados en sentirnos mirados por Dios, mientras afinamos el oído de nuestra conciencia, con el deseo de incorporar a la conducta de cada día los afanes e ilusiones del mismo Dios. También, como Marta, preguntaremos al Señor, con franca sencillez, si es ya suficiente nuestro empeño por la santidad: si es bastante el sacrificio, el interés por los demás, nuestra súplica en favor del Papa, lo que rezamos por las vocaciones a una vida completamente entregada al servicio del Evangelio..., si –en fin– lo que nos ocupa cada día nos lleva verdaderamente a Él, o únicamente nos ocupa.

Nadie como la Madre de Dios ha vivido en permanente contemplación, únicamente atenta a los requerimientos divinos y haciendo de su conducta una afirmación siempre decidida y consciente al querer de Dios. Si procuramos caminar en su maternal presencia, sabremos vivir con el espíritu de Marta y María.

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