APRENDER DE LOS ERRORES Y LLORAR A LOS MUERTOS
Vivir en una sociedad mediática y globalizada tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Usted puede saber si su hija, que está de vacaciones en Wisconsin, se ha puesto el vestido verde que le regaló, porque sus amigas ya le han subido una foto a Facebook esta misma mañana. Pero, por el mismo motivo, y empleando los mismos medios, cualquier error que usted cometa pueda conocerse en el mundo entero a los dos minutos de haberse perpetrado, y entonces se verá usted con sus miserias al aire ante millones de personas y deseará haber nacido en el Paleolítico, donde eso no era posible.
Pienso en la enfermera que cometió el error causante de la muerte del niño Rayan. Parece que su equivocación está fuera de toda duda. Fue una confusión estúpida, elemental: tomar una bolsa por otra, conectarla a una vía en lugar de a la otra... Se trata del mismo tipo de “patinazo neuronal” que nos lleva una mañana a poner sal en el café o a introducir las llaves del coche en la puerta de casa, pero con consecuencias infinitamente más graves. Es fácil decir que, teniendo entre manos un trabajo tan delicado como es el de una enfermera, se le debe pedir que preste más atención que la que pone en juego al servirse el café por la mañana. Pero, ¿es siempre posible? Un mismo trabajo, realizado día tras día, genera automatismos de manera inevitable, y los automatismos son fuente de innumerables errores. Supongamos que, en lugar de una persona, se tratase de una máquina. Sabemos que las máquinas tienen un margen de error, y por eso solemos cubrir esos márgenes cuando la tarea que desempeñan es trascendente. Probablemente, usted tenga copia de seguridad de los archivos importantes de su ordenador, porque sabe que el artefacto puede estropearse en cualquier momento. Con toda seguridad, en un quirófano existe un sistema de alumbrado de emergencia, para cubrir la eventualidad de un corte de luz mientras se realiza una operación... Asumamos que, con mayor razón, el ser humano tiene también sus márgenes de error. Y que quien tiene que cubrir esos márgenes no es el trabajador mismo, sino la empresa o, en su caso, la Administración. Quienes dirigen y organizan la actividad son quienes deben encargarse de que haya personal suficiente para que todas las tareas se revisen, que haya sistemas de alarma adecuados para avisar de los posibles errores, que existan medios para detectar de inmediato las equivocaciones graves...
Cuando se vive en un permanente reality show, la reacción en casos como éstos es buscar a la persona que cometió el error y descargar en ella la mala conciencia de una sociedad entera. Sin embargo, probablemente la enfermera en cuestión sea la menos culpable; probablemente, se deslizó en su propio margen de error; y, probablemente, las culpas haya que buscarlas en una mala organización del trabajo, es decir, en una Administración que ha gestionado mal y que debe tomar nota para que el caso del pequeño Rayan no vuelva a suceder. Cuando un error humano de ese calibre pasa inadvertido hasta que se vuelve inevitable, eso quiere decir que los sistemas de alarma no funcionan.
Permítaseme una pregunta más en relación a este suceso. Sé que a muchos les parecerá de mal gusto, pero no puedo evitar formularla: ¿cuándo tenemos que llorar la muerte de un niño? ¿siempre, o sólo cuando nos lo digan o la lloren quienes dirigen la orquesta? Comprendo las lágrimas amargas del padre de la víctima. Y he visto a la Presidenta Aguirre al borde del llanto, compungida y casi descompuesta. He visto cómo España se ha cubierto de luto, y cómo todos los presentadores de informativos y los contertulios cambiaban el gesto para hablar de la muerte del pequeño. Pero no he podido evitar pensar que, el mismo día en que Rayan murió, víctima de un error, otros trecientos niños fueron brutalmente asesinados en nuestro país con el beneplácito de las autoridades y el silencio de la sociedad, merced a nuestra regulación sobre el aborto. Muchos de esos asesinatos se cometieron en centros “médicos” subvencionados por la propia Comunidad de Madrid, que preside Esperanza Aguirre. Y, aunque a algunos les moleste, me cuesta mucho trabajo entender a una sociedad que llora a los niños que se le mueren y calla ante los niños que ella misma mata.
José-Fernando Rey Ballesteros-Sacerdote de la Archidiócesis de Madrid-España.
(Publicado en www.analisisdigital.com el 20 de julio de 2009)
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